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Desayuno con Chéjov

Desayuno con Chéjov Hoy he desayunado con Chéjov. La cafetería a las siete y media de la mañana siempre está atorada; roces, miles de vasos de agua por poner, el humo que atraes sin saber cómo, el codazo inoportuno que escancia –mejor que escancia, que desparrama- el azúcar en el plato y sólo tu café, tu lago diminuto como escribí el otro día acordándome de alguien, humeante, rico, sabroso, gustoso y fiel amante.
Decía que Chéjov esta mañana sin venir a cuento, mientras sorbía el cortado me decía: “un hombre es lo que él cree que es”. Así, sin más, sobre todo, eso, sin venir a cuento. Frente a nosotros estaba esa fotografía que he colgado acompañando estas letras y me preguntaba si esa fotografía realmente era lo que creía ella que era, un trozo de tierra descolocado, fallado anticlinalmente y con posibilidades de plegamiento invertido, convexo.
A estas alturas pensaréis que no estoy bien de la cabeza pero ese es un descubrimiento que hice ya hace treinta y tres años y a esa edad, he aprendido a decirme, ¿y qué más da? si con entenderme myself... Todo viene a cuento del cuento aquel, de la historia del patito feo en el capítulo en el que se encuentra con otros cisnes y arroja dos, tres, mil aldabonazos a los polluelos, pollitos y pollitas con los que creció. Vino a decirles algo como ¡al carajo, “partía” de gilipollas!
Y voló, voló, voló...

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